Siguiendo mi ruta habitual para llegar al teatro, ubicado en Larcomar, fui con el Metropolitano hasta la Estación Benavides, desde donde tomé un bus que me dejó en la Av. Larco. Aunque estaba enterada de la noticia hace semanas, grande fue mi sorpresa al ver que aún permanece cerrada y en construcción una parte de la vía que lleva hasta Larcomar. Por fortuna había ido con botines bajos, porque no quiero imaginar lo que habría sido la caminata con tacos, en medio de una pista rota, como un camino abierto en pleno campo y no en una ciudad.
Como llegué con tiempo de sobra al teatro aproveché para probar uno de esos deliciosos panecillos con pollo del bar, que cuestan lo que una hamburguesa en el centro de la ciudad, y opté luego por comprar un café que introduje a la sala, pues según me anunció la joven que atendía en el bar la política del teatro había cambiado a ese respecto y ahora son admitidos dentro de la sala. Mientras disfrutaba mi panecillo observé que un grupo de jovencitos en edad escolar se acercaba por el pasadizo, siendo esta la segunda vez que observo un grupo nutrido de adolescentes entre el público de La Plaza. Como no estoy aún convencida de que sea una afición común entre los jóvenes de la zona, he llegado a pensar que quizás el teatro ofrece entradas en los colegios o utiliza alguna estrategia similar para captar público tan joven. Creo que la próxima vez que asista me animaré a preguntar si los colegiales están ahí por costumbre, promoción, o imposición.
Iniciada la obra se observa una larga mesa rodeada de sillas, sin que exista nadie en la sala. Fuera de ella se escucha la voz del juez, quien invita a los jurados a cumplir con su deber, decidiendo con imparcialidad la inocencia o culpabilidad del joven acusado, juzgado por la muerte de su padre. El veredicto deberá ser unánime y si acaso existiera algún asomo de duda acerca de su culpabilidad, una duda razonable, deberá ser declarado inocente. Al tiempo que el guardia abre la puerta, uno a uno ingresan los jurados al sofocante ambiente de la sala. El carácter de algunos de los jurados resulta evidente apenas iniciados los primeros diálogos, sin embargo, las motivaciones y prejuicios del resto se van descubriendo más adelante.
Cada jurado es nombrado por un número de orden y nunca conoceremos sus nombres de pila. El jurado que preside la sala, interpretado por Rómulo Assereto, viene a ser el Jurado Nº 1, quien se muestra templado, correcto, y su liderazgo es aceptado sin restricciones. Mario Velásquez, el Jurado Nº 3, interpreta a uno de los jurados más reacios a cambiar de opinión, pues su historia familiar le impide ver con buenos ojos al acusado. El Jurado Nº 7, a cargo de Lucho Cáceres, aporta un tono ligero a la situación general, con su aire despreocupado y su proclamado interés en terminar rápido la deliberación para atender a sus propios intereses. Por otro lado, Leonardo Torres Vilar como el Jurado Nº 8, es el único quien desde un principio manifiesta tener una "duda razonable" que le impide declarar al joven reo como culpable, y será él quien con sus argumentos hará posible revertir el voto inicial de once a uno, en contra del acusado.
Si bien el Jurado Nº 3 estará siempre dispuesto a castigar al joven acusado por el homicidio de su padre, es el Jurado Nº 10 quien se gana el repudio por parte de sus compañeros al ir desenmascarando sus enormes prejuicios racistas de la manera más grosera. Carlos Tuccio hace un estupendo trabajo como el efusivo, intransigente y antipático Jurado Nº 10.
Doce son los jurados que intervienen en la obra, y cada uno con sus distintas personalidades representa un extracto de la sociedad. Todos en conjunto juegan un papel importante en la historia y dan luces sobre nuestras diferentes actitudes ante la vida. "¿Cómo es que usted es siempre tan amable?", le increpa ofuscado el Jurado Nº 10 al Jurado Nº 11. "Por la misma razón que usted no lo es, ¡porque así me educaron!", responde el Jurado Nº 11, un inmigrante europeo víctima del constante atropello del intolerante Jurado Nº 10.

Terminada la función fue agradable observar los rostros sonrientes de algunos de los actores, quienes complacidos recibían el caluroso aplauso, sinónimo de reconocimiento, del público asistente.
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